Estoy frente al espejo.
Imagina un zoom a mi ojo derecho. Imagina ese zoom que elimina la distancia, estás dentro de mí y estás viendo lo que yo veo. Intento recordar las primeras imágenes de mi vida.
Espera un segundo. Deja que recuerde las primeras imágenes de mi vida, las que frameé entonces para decírtelas hoy. Desde que tengo conciencia he mirado imágenes y ellas me han mirado a mí.
Un ábaco, el brazo de un hombre y unos granos de arroz. Un acordeón, el gato Felix, mi madre en una cocina. Unos huevos Kinder. Y mi padre.
A modo de salpicones, esas son las instantáneas que recuerdo.
Más tarde, en casa de mis abuelas, algunos retratos colgaban de las paredes. Las imágenes de parientes lejanos, suspendidas conmigo en un tiempo que nos les pertenece, eran como fantasmas que me acechaban. Hay una foto de mi abuelo materno que aún hoy me produce escalofríos. Mi abuelo muerto era aquel retrato suyo que tanto miedo me producía. Descubrí muy pronto que la muerte y la imagen están emparentadas, íntimamente, como dos mujeres que se están devorando el sexo. Las paredes de la casa de mi abuela Esther eran como un tumblr: fotos de mi padre y su tío, una foto de Juan XXIII, flores secas, calendarios viejos y recortes de periódicos. Muchas imágenes están entremezcladas de manera inconexa en mi memoria, cromos de fútbol y de la NBA, Ceausescu antes de caer al suelo, el muro de Berlín, las fotos del anuario del colegio en blanco y negro, las primeras fotos de mi hermana Paola al nacer. Unos espantosos aviones que deben pertenecer a la primera Guerra de Irak. Esta red neuronal viva comienza así como una amalgama bastante imprecisa, con mi ojo funcionando a toda velocidad como el objetivo de una cámara. Creo en un mundo donde cada memoria pueda crear su propia leyenda y aquí estamos ahora desgranando la mía.
A los dieciséis tuve mi primera cámara, una Canon analógica. Entonces soñaba con fotografiar paisajes. Creo que ese amor por el paisaje aparece de las largas caminatas que hacía con mi abuelo por la llanada alavesa. Mirábamos a través de los campos de trigo, no recuerdo entonces una Vitoria verde, la recuerdo siempre amarilleando. Si cierro los ojos y dejo de escribir, aún las briznas me hacen cosquillas en la cara; pero tú no estás, abuelo.
Zoom a mi ojo derecho otra vez. Acércate, acércate más, mírame bien dentro. Me llevé la cámara a Madrid, mi primer año en la universidad, y sobre todo fotografié la vida en el colegio mayor. Allí incluso aprendí a revelar. Fotos de la fiesta de la primavera. Yo, la última vez que llevé el pelo largo por debajo de mis hombros; no recuerdo los nombres de las gentes que salen en mis fotos, al menos no de la mayoría. Luego aparecen rostros más conocidos, rostros que dejé de fotografiar para pasar a acariciar. ¿Quién son estos desconocidos? ¿Y quién soy yo? De aquel año solo aparezco en un par de fotos, alguien me las hizo; en una estoy sosteniendo una taza de café que me regalaron después de sufrir mi primer ataque de pánico, salgo sonriendo. A mi madre le encanta esa foto. Hoy está en nuestra pared. No me reconozco en las fotos donde salgo de fiesta y con el pelo largo, sin embargo, en esa otra. Después de. No soy aquella tampoco, pero soy más yo. En esos días me llegó el amor muy fuerte, el amor de cuando tienes menos de veinte años, ese que parece que te mata. Ese que siempre parece el definitivo. Todavía los móviles no tenían cámara. Las putas fotos del fotomatón. Las primeras fotos digitales. Y la primera foto que me miró, la que me llevó a todas las demás, la primera con la que empiezo este camino.
El beso del Hotel de la Villa1, de Doisneau, es la primera fotografía que recuerdo haber mirado durante horas. Y ni siquiera me gusta especialmente, pero estaba allí, colocada en su cuarto. Era una fotografía con Historia y con relato. Sabía que era una imagen famosa, icónica. La mirábamos de cuando en cuando, entre conversaciones y besos, pero ella nos miraba todo el tiempo, muy fijamente. Nos vio querernos, fue nuestro testigo. Follábamos bajo aquella imagen. Nos besábamos ante aquella imagen. Fue para mí el objeto en la pared a reverenciar que sustituyó al crucifijo. Fue salir de la infancia. Fue como salir del armario para que la vida tuviera solo lugar entre cuatro paredes y El beso de Doisneau, era como una ventana. Nunca me ha gustado demasiado, como si hubiese detrás una tremenda puesta en escena. Y en realidad parece que la había: Robert Doisneau contrató a dos actores para que escenificaran aquella instantánea en París, en el Hotel de la Villa… pero a ella le gustaba. Era el póster de la foto que había tenido también su hermano en su pared del colegio mayor cuando había estudiado como ella en Madrid, y se repetía el gesto. Gestos que se repetían. París después de la guerra, la imagen que devolvía el calor a Europa2. Un beso performado. Un beso de mentira. Esa pareja besándose, ausentes de los demás, ausentes de lo que les rodea, mentira o no; posado, pactado, robado, es bonito. La gente que aparece en la fotografía no está difuminada pero casi. Los demás están en movimiento, se puede percibir, y esa pareja de actores están en la quietud del beso, en un tiempo suspendido.
Era desde allí desde donde nos miraba la imagen, desde fuera del tiempo esa imagen ya lo sabía todo. Sigo sin saber qué significó aquella imagen pasada, y yo siempre quiero saber todo con absoluta exactitud. Bonita foto, y el beso que se dieron, y el beso que nos dimos juntas.
1 Le Baiser de’l hôtel de ville se realizó en París en 1950. Doisneau contrató a dos actores Françoise Bornet y Jacques Carteaud para escenificar el beso. El fotógrafo jamás lo reveló.
2 Cuando terminó la II Guerra Mundial, el mundo necesitaba volver a la normalidad. Se inició entonces la Fotografía Humanista, donde se deseaba recobrar la esperanza. La fotografía humanista se centró en retratar niños, parejas y besos. Eran poderosas imágenes de esperanza y optimismo para el futuro. No solo destacó Doisneau, también Cartier-Bresson, Willy Ronnis, o Izis.
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