La encontré en un cajón. Habían pasado algunos añitos desde que la había visto por última vez. La vieja canon de mi padre había quedado relegada primero por las nuevas cámaras digitales, las de mano, las réflex y finalmente las del móvil. Parecía un artefacto inútil, fuera del tiempo y de la utilidad: demasiado pesado y engorroso para llevarlo con la vieja correa colgando al cuello, con valor si acaso como objeto de coleccionista o artículo de decoración. Por la necesidad de su proceso lento y variable, las imágenes pegadas a papel, que necesitaban a su vez un escaneado para entrar en el mundo digital de mi adolescencia, se me antojaron algo del pasado. Asumí que nunca volvería a ellas.
Con 13 años las ventajas de la imagen pixelada me atraían porque su órbita era más fluida, más posible de ser alterada de manera rápida y eficiente. Eran una ocasión en la que podía modificar la realidad a mi gusto. En cosa de un momento, todo el mundo podía tener fotos perfectas en la playa, o al menos eran capaces de generarlas con buena definición. Esta proliferación de fotografías perfectas desde viajes y la homogeinización de estas imágenes –y por tanto la de sus experiencias– se reflejan en la obra de Corinne Vionnet o Lukasz Michalak en la exposición “Jóvenes fotógrafos de Castilla y León en los hitos del Camino De Santiago (2010) o la perfección de las puestas de sol mostradas en la serie Suns from Flickr de Penelope Umbrico (2008).
Por el contrario, la singularidad de las fotografías analógicas reside en la inevitabilidad de las imperfecciones. La atención a los detalles que habitan en los efectos de la luz, en el proceso y el revelado, y consiguen resultados imprevisibles desafiando incluso la planificación necesaria para el disparo.
Las fotografías analógicas no son una reliquia sino un testamento, representan aquellos detalles que están fuera de nuestro alcance, que están sometidos a las circunstancias del momento, ergo que pertenecen a esa dimensión de la verdad a la que se refería la poeta Edith Södergran cuando decía en una de sus reflexiones: «Cualquier verdad de raíces largas es sospechosa, la verdad solo se halla en fragmentos breves y rotos». Es esta atención al detalle, al fragmento más que a la totalidad del conjunto, lo que sitúa a la imagen lomográfica como una posible reivindicación de la imagen pobre frente a la imagen perfecta y totalizadora que parece no dar espacio al fallo o al error. En la fotografía analógica, el fallo y el error pueden ser integrados en el proceso e incluso llegar a formar parte de la propia fotografía.
Ese anhelo por la reivindicación del fallo, de la imperfección, puede indicar una creciente necesidad de trascender la imagen digital retocada y modificada hasta su alienación. Algunos de estos retoques automáticos, disponibles como «filtros», simulan el efecto de disparar con una cámara analógica; la aplicación HUJI ofrece únicamente este servicio y es una de las más descargadas. Sin embargo, estos filtros creados a base de algoritmos tienen una serie de efectos limitados per se, es decir, desaparecen el factor de improbabilidad. Son tan solo otro tipo juego digital que permite un control total sobre la imagen, creando tan solo una ilusión de aleatoriedad e imperfección.
Hito Steyerl menciona precisamente el paradigma de la fotografía computacional en su último libro. Esta técnica consigue, mediante la mezcla de elementos comunes (tus fotografías anteriores, fotografías de otros contactos) crear una imagen de lo que tú has fotografiado. Al contrario que la fotografía analógica, la imagen digital utiliza su capacidad de ser imprevisible que crea en esa recogida y mezcla de datos para volverse más previsible, más acorde a tus gustos.
Así que cuando cogí de nuevo la vieja cámara de mi padre, esta vez con intención de usarla, me pregunté qué significaba. ¿Qué era para mí esa cámara?
Qué es para mí esa cámara sino un artefacto más de la memoria, una muleta de esta y un arma para recrearla en el futuro.
En un momento en el que la enorme cantidad de imágenes presente en el día a día en forma de datos se nos hace casi imposible de analizar en toda su inmensidad, la fotografía analógica remite a una realidad tangible. Esas imágenes que antes parecían desfasadas, viejas, imposibles, se vuelven paradójicamente más reales –papá, mamá, la abuela en el parque, ese viejo sillón– nos revelan y nos remiten, como las plantas, el tránsito de la luz.
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